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El declive de la movilidad geográfica y laboral en Estados Unidos: un síntoma de la profundización de la crisis del capitalismo

Monique traslada sus pertenencias fuera de un departamento tras ser desalojada, miércoles 31 de enero de 2024, en Westminster, Colorado. [AP Photo/David Zalubowski]

El Wall Street Journal publicó recientemente un revelador artículo que pinta un panorama claro y preocupante: la movilidad económica y geográfica en Estados Unidos se ha estancado significativamente. Las familias están atrapadas en viviendas que no se ajustan a sus necesidades y los jóvenes trabajadores enfrentan enormes obstáculos para iniciar sus carreras, lo que afecta la equidad, el crecimiento y la productividad.

La combinación de un mercado inmobiliario rígido, la inflexibilidad laboral y tendencias demográficas más amplias está generando un “congelamiento de movilidad” que socava el dinamismo económico que durante mucho tiempo fue una característica de Estados Unidos. En pocas palabras, el “sueño americano” ha quedado reducido a letra muerta.

Lejos de ser una anomalía económica temporal, esta parálisis es el resultado de décadas de políticas adoptadas por ambos partidos empresariales, subordinando las necesidades de la clase trabajadora a los imperativos del capital financiero.

Según el Journal, el porcentaje de estadounidenses que ascienden económicamente cada año ha caído del 20 por ciento a mediados del siglo XX al 7,8 por ciento en la actualidad. Las tasas de cambio de empleo también han caído drásticamente. Esto no es solo un indicio de inercia social, sino una expresión concreta de cómo el sistema capitalista ahora opera para inmovilizar físicamente a la clase trabajadora, encerrando a los trabajadores en empleos mal remunerados y viviendas inasequibles y privándolos de la capacidad de mejorar sus condiciones de vida.

La élite gobernante ha aplicado durante décadas políticas que provocaron la inflación de precios de las viviendas, la destrucción de la vivienda asequible, la represión salarial y la creación de enormes contingentes de trabajadores inseguros y mal pagados. No es coincidencia que tanto la movilidad laboral como habitacional comenzaran a decaer mucho antes de la pandemia, reflejando la decadencia a largo plazo del capitalismo estadounidense.

Del dinamismo de posguerra al estancamiento neoliberal

El fin de la Segunda Guerra Mundial marcó una época de alta movilidad geográfica y laboral. Millones de trabajadores se trasladaron a nuevos centros industriales, apoyados por salarios en aumento, la expansión del sector manufacturero y la construcción de viviendas subsidiadas por el Estado. Este “dinamismo” se basaba en la hegemonía económica incuestionable de Estados Unidos, la destrucción de sus rivales en la guerra y la disposición limitada de la clase dominante para hacer concesiones ante amenazas de agitación social.

Ese período terminó a mediados de los años 70. La crisis global de rentabilidad, la estanflación y el colapso del sistema de Bretton Woods marcaron el inicio de un asalto sostenido contra los niveles de vida de la clase trabajadora. La desindustrialización vació ciudades enteras, desde Detroit hasta Pittsburgh, mientras el aplastamiento de los sindicatos por parte de Reagan, los recortes fiscales a los ricos y la desregulación sentaron las bases para cada administración que lo sucedió.

Autos hacen fila en una gasolinera en Martinez, California, el 21 de septiembre de 1973. [AP Photo/File]

Desde entonces, la movilidad laboral y habitacional se ha reducido de forma constante. El colapso financiero de 2008—provocado por la orgía especulativa de Wall Street con valores respaldados por hipotecas—destruyó millones de empleos y hogares, pero también aceleró la transformación de la vivienda en una categoría de activos especulativos controlada por bancos y fondos de inversión. Amplios sectores del parque habitacional fueron convertidos en instrumentos para extraer rentas, con propietarios corporativos exprimiendo a los inquilinos en nombre de la ganancia.

La vivienda como mecanismo de opresión de clase

El Journal señala que incluso cuando la tasa hipotecaria fija a 30 años cayó a 6,58 por ciento a mediados de agosto—su nivel más bajo en lo que va de 2025—las ventas de viviendas siguen cerca de su nivel más bajo en casi tres décadas. Para millones de trabajadores, la idea de ser propietarios de una vivienda es ahora completamente inalcanzable. Aquellos que compraron antes del aumento de las tasas de interés están atrapados con “esposas doradas” de pagos hipotecarios relativamente bajos, sin poder vender sin asumir incrementos masivos en sus costos mensuales.

Lejos de ser una cuestión de preferencia personal, esta inmovilidad es una prisión económica. En el pasado, si una empresa quería cubrir vacantes en una ciudad, tenía que ofrecer salarios más altos para atraer trabajadores de otras zonas. Pero si los trabajadores están inmovilizados por costos de vivienda o deudas, no tienen la opción de mudarse. Los empleadores lo saben y no necesitan aumentar salarios. El mercado laboral se inclina aún más a favor de los patrones.

En vez de tratarse la vivienda como una necesidad humana básica, se ha convertido en un vehículo de inversión para los ricos. Los trabajadores pagan alquileres e hipotecas que canalizan dinero hacia los bolsillos de propietarios, bancos e inversionistas. El aumento de los costos implica que una parte creciente del ingreso de los trabajadores es absorbida por la élite financiera.

La vivienda no es simplemente una mercancía bajo el capitalismo—es un activo financiero y una herramienta para disciplinar a la fuerza de trabajo. Durante décadas, la inflación especulativa del valor de las viviendas, la concentración de tierras en manos de corporaciones inmobiliarias y fondos de capital privado y el desmantelamiento de la vivienda pública han generado una crisis habitacional permanente. La inmovilidad resultante obliga a los trabajadores a aceptar los salarios y condiciones laborales que se les ofrecen localmente.

La represión de la movilidad laboral

El declive de la movilidad geográfica va de la mano con el colapso del cambio de empleo. Históricamente, cambiar de trabajo era una forma en que los trabajadores aumentaban sus salarios. Hoy, con las burocracias sindicales suprimiendo huelgas y colaborando con la patronal para imponer contratos de concesiones, el crecimiento salarial está severamente restringido. Para los trabajadores con ingresos bajos, el aumento salarial ha caído a su ritmo más lento en ocho años, incluso cuando la inflación sigue erosionando el poder adquisitivo.

Las políticas empresariales consolidan aún más esta inmovilidad mediante estructuras de beneficios que castigan el cambio de empleo y a través de la proliferación de cláusulas de “no competencia”. El resultado es un mercado laboral caracterizado por el estancamiento, donde los empleadores disfrutan de un poder sin precedentes sobre una fuerza laboral privada de todo poder de negociación.

La falta de movilidad también es producto de la creciente monopolización de la economía. La creación de nuevas empresas ha caído drásticamente y las pequeñas firmas que alguna vez ofrecieron oportunidades de innovación y competencia están siendo desplazadas por enormes corporaciones cuyo poder político garantiza su dominio. Esto reduce aún más las oportunidades para que los trabajadores encuentren empleos alternativos, intensificando su dependencia de los empleadores existentes.

Un aspecto que el Journal omite es que cerca de uno de cada seis trabajadores adultos (16 por ciento) en Estados Unidos afirma quedarse en empleos que, de otro modo, abandonarían por miedo a perder el seguro de salud patrocinado por sus empleadores. Los hogares que ganan menos de 48.000 dólares al año tienen casi tres veces más probabilidades de permanecer en un trabajo no deseado por ese motivo.

Una creación sistémica y bipartidista

El Journal trata esta parálisis como un reto técnico que puede “corregirse” con ajustes de política. En realidad, es el producto de una política bipartidista deliberada. Durante décadas, tanto demócratas como republicanos han desregulado el mercado inmobiliario, desmantelado normas laborales, destruido la vivienda pública y transformado los centros urbanos en espacios de lujo para los ricos.

Los demócratas en ciudades como Los Ángeles, Nueva York y San Francisco han aplicado políticas que fomentan la especulación y el desarrollo de lujo, mientras empujan a los residentes de clase trabajadora hacia la indigencia o hacia suburbios lejanos. Los republicanos han sido igualmente implacables, atacando los servicios públicos, bloqueando controles de renta y promoviendo recortes fiscales corporativos que vacían los presupuestos municipales.

Ambos partidos han promovido el uso de las tasas de interés por parte de la Reserva Federal como instrumento para controlar la inflación—políticas que han mantenido intencionalmente altos los costos de vivienda, restringido la demanda y protegido la riqueza de la élite financiera.

Consecuencias sociales y económicas

El derrumbe de la movilidad tiene consecuencias profundas para la clase trabajadora. Los trabajadores están atrapados en regiones en declive, sin poder migrar a zonas con mejores empleos. Las comunidades sufren despoblación y estancamiento económico. Los jóvenes se ven forzados a retrasar o abandonar sus planes de independencia. Generaciones enteras están excluidas de la propiedad de la vivienda y condenadas a pagar renta de por vida a arrendadores corporativos.

La clase dominante no desconoce estos efectos—cuenta con ellos. La inmovilidad debilita la capacidad de los trabajadores de organizarse colectivamente, los aísla de fuentes potenciales de mejor empleo y profundiza su dependencia de los patronos.

La justificación ideológica de esta situación es que los trabajadores “prefieren la estabilidad” o “eligen no mudarse”. Esto es una mentira flagrante. Los trabajadores no eligen permanecer en empleos mal remunerados o en viviendas sobrevaloradas; están obligados por la necesidad económica, producto de un orden social diseñado para maximizar la ganancia a su costa.

El callejón sin salida del reformismo capitalista

Los programas promocionados como soluciones—incentivos monetarios para mudarse a pueblos rurales, subsidios por trabajo remoto, inversiones simbólicas en vivienda “asequible”—están diseñados para dar una apariencia de acción sin alterar el sistema de ganancias. Estas iniciativas invariablemente colapsan bajo el peso de las mismas fuerzas que generaron la crisis: bienes raíces especulativos, dominación corporativa del mercado laboral y ausencia de inversión pública genuina.

Dos residentes de una comunidad de casas diminutas, construidas para personas sin hogar, frente a una fila de unidades durante el censo anual de personas sin hogar en North Hollywood, Los Ángeles, el 24 de enero de 2023. [AP Photo/Marcio Jose Sanchez]

Incluso en lugares donde hay supuestos “booms” económicos, como en ciertos pueblos industriales, los beneficios están restringidos a una capa muy reducida. En el condado de Mississippi, Arkansas, la expansión de la industria del acero no ha resultado en vivienda asequible: muchos trabajadores viven en casas rodantes o deben viajar grandes distancias. No se trata de un caso aislado sino de un microcosmos de la incapacidad del capitalismo para satisfacer necesidades sociales incluso en tiempos de bonanza.

El ascenso al poder de Trump y su camarilla de oligarcas fascistas es una consecuencia lógica del fracaso del reformismo. Su imposición de aranceles es una declaración de guerra abierta contra los trabajadores.

La alternativa socialista

La parálisis de la movilidad en Estados Unidos es una manifestación de la crisis general del capitalismo. No puede resolverse mediante medidas parciales. Una solución genuina exige la abolición del sistema de ganancias y la reorganización de la sociedad sobre bases socialistas a través de la planificación racional.

La vivienda debe ser reconocida como un derecho social, no una mercancía. Se requiere una inversión pública masiva en viviendas asequibles y de alta calidad, financiada mediante la expropiación de la riqueza acumulada por las oligarquías inmobiliarias, bancarias y corporativas que se han enriquecido durante décadas de especulación.

Los salarios deben elevarse a niveles que permitan a los trabajadores vivir con dignidad y tener verdadera libertad para decidir dónde vivir y trabajar. La represión de huelgas por parte de la burocracia sindical debe terminar mediante la formación de comités de base controlados democráticamente por los propios trabajadores.

Los monopolios deben ser desmantelados, y sectores clave de la economía—incluyendo las finanzas, la vivienda y las grandes industrias—deben colocarse bajo propiedad pública y control democrático.

El histórico declive de la movilidad en Estados Unidos no es una fase pasajera ni el resultado de elecciones individuales. Es el producto directo de un sistema capitalista en profunda decadencia, incapaz de satisfacer siquiera las necesidades más básicas de la clase trabajadora.

El mismo orden social que ha presidido la caída de la esperanza de vida, el aumento de la desigualdad, el ascenso del fascismo y las guerras interminables ha despojado también a los trabajadores de la posibilidad de aspirar a una vida mejor. Sin el derrocamiento del capitalismo y el establecimiento de un gobierno de los trabajadores, la parálisis que hoy sacude a la sociedad estadounidense solo se profundizará, al igual que el sufrimiento de millones de personas.

(Artículo publicado originalmente en inglés el 19 de agosto de 2025)

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